Category Archives: Teología Reformada

¿Y eso edifica, hermano? (otra vez algo sobre cristianismo y cultura).

  
Es clara la Biblia acerca de que los creyentes en Cristo debemos dedicarnos a aquello que nos edifica. No cuestiono ni jamás podría cuestionar una enseñanza tan clara y un mandato tan explícito de mi Señor. ¡Busquemos aquello que edifica y evitemos todo lo que no nos edifica! 

El punto, sin embargo es: ¿qué significa “edificar”? “Edificante” no significa simplemente algo que es útil de un modo pragmático y utilitarista. No sólo edifican aquellas cosas o actividades que pueden ser identificadas racionalmente como cumpliendo una función para satisfacer necesidades de supervivencia o prosperidad material humanas. He visto a muchos pseudo- [o neo-] reformados que rechazan cualquier actividad u objeto que sea mera fuente de placer y deleite. Si no logran verle la utilidad pragmática a algo, dentro de un concepto mecánico y ascético del universo, entonces de inmediato su voz grave se hace sentir como el eco de un trueno del Sinaí: “Eso no edifica, hermano” o, peor aún, como una pregunta, que es en realidad un reproche que no espera respuesta: “¿Y eso edifica, hermano?

A no pocos cristianos que se consideran reformados – aunque están fuertemente influenciados por esa curiosa mezcla de pragmatismo y moralismo ascético que caracterizó buena parte del pensamiento moderno de los siglos XVIII y XIX y no por una visión genuinamente cristiana reformada – les haría muy bien leer las palabras de aquel a quién consideran su referente en cuanto a teología y cosmovisión: Juan Calvino.

En su obra magna, el brillante reformador de Ginebra, con la impronta propia de un mentor y padre espiritual, escribe lo siguiente:

Ahora bien, si consideramos el fin para el cual Dios creó los alimentos, veremos que no solamente quiso proveer para nuestras necesidades, sino que también tuvo en cuenta nuestro placer y satisfacción. Así, en los vestidos, además de la necesidad, pensó en el decoro y en la autenticidad. En los vegetales, los árboles y las frutas, además de la utilidad que nos proporcionan, quiso alegrar nuestros ojos con su hermosura, añadiendo también la suavidad de su fragancia. De no ser esto así, el salmista no cantaría entre los beneficios de Dios, acerca de “el vino que alegra el corazón del hombre”, y de “el aceite que hace brillar el rostro” (Sal. 104, 14). Ni la Escritura, para engrandecer su benignidad, mencionaría a cada paso que Él dio todas estas cosas a los hombres. Las cualidades naturales de cada cosa muestran claramente cómo debemos disfrutar de ellas, con qué fin y en qué medida. 

¿Pensamos que el Señor ha dado tal hermosura a las flores, que espontáneamente se ofrecen a la vista, y un olor tan suave que penetra los sentidos y que, sin embargo, no nos es lícito experimentar el placer de su belleza y perfume? ¿No ha diferenciado los colores de modo que unos nos parezcan más atractivos que otros? ¿No ha dado él una gracia particular al oro, la plata, el marfil y el mármol, con la que los ha hecho más preciosos y de mayor estima que el resto de los metales y las piedras? En definitiva, ¿no nos ha dado Dios innumerables cosas que podemos apreciar sin tener verdadera necesidad de ellas?

(Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, libro III, capítulo X, título 2)

Los invito a reflexionar sobre estas cosas, mientras continúo siendo enormemente edificado mediante el disfrute de una copa de Petit Verdot, escuchando algo de John Coltrane y Thelonius Monk y asomándome cada cierto tiempo a la ventana sólo para sentir el suave aroma que dejan en el aire los árboles del Parque después de 2 días de lluvia en Santiago. 

Buenas noches.

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Palabras a favor de una iglesia, al mismo tiempo, orgánica e institucional.

  
No. No veo la contradicción. Ni tampoco me parece nada nuevo. Creo que la iglesia debe ser una comunidad orgánica y creo que debe ser, al mismo tiempo, una institución corporativa. Creo que ambas dimensiones se complementan y se necesitan la una a la otra. Básicamente, por eso soy presbiteriano.

Primero, porque esta es la naturaleza de la iglesia desde una perspectiva bíblica: la iglesia es descrita en el Nuevo Testamento como planta y como edificio al mismo tiempo. La iglesia también es descrita como cuerpo y el cuerpo tiene músculos, arterias y órganos, pero también tiene un esqueleto rígido que sustenta todo esto, que soporta y permite el crecimiento de sus músculos y órganos. No es un exoesqueleto como muchos insectos o como los extraterrestres de las falsas películas del Área 51, o sea: no es un esqueleto externo que limita el crecimiento, sino todo lo contrario: es un esqueleto interno que crece junto con lo demás y permite que lo demás vaya desarrollándose.

En segundo lugar porque es acorde con la visión histórica de los reformadores: Lutero y Calvino fueron unánimes en rechazar tanto la cautividad babilónica del catolicismo-romano (que usaba una fuerte estructura institucional con el fin de mantener, promover y aumentar su poder terrenal) como el romanticismo iluso de los anabaptistas que proponían una iglesia sin estructuras porque, supuestamente, era “movida libremente por el Espíritu”. Como bien dijo alguien por ahí: generalmente las nuevas formas de cristianismo no son más que viejas herejías. Y eso es lo que identifico en muchos de esos movimientos que hacen un llamado a la iglesia sin estructura, sin jerarquías, sin pastores, sin estatutos: un retorno a las viejas herejías anabaptistas. En otras palabras, un caldo de cultivo para liderazgos mesiánicos unipersonales y carismáticos.

Muy relacionado a lo anterior, la visión clásica reformada, como lo expresa el capítulo I, párrafo VI, de la Confesión de Fe de Westminster, por ejemplo, entiende claramente que las estructuras de la iglesia se definen a la luz de lo dicho en las Escrituras EN CONJUNTO CON la luz de la naturaleza y la prudencia cristianas. Oponerse a una práctica eclesial utilizando solamente el argumento simplista: “¿Y dónde la Biblia dice que esto debe hacerse así?” es un tanto tramposo, ingenuo en el mejor de los casos, y, ciertamente, algo muy poco reformado cuando se trata de la forma de gobierno. Y la razón para esto es simple: la misma Escritura no nos deja demasiados detalles sobre cómo ordenar y organizar la vida práctica de la iglesia, así que es genuinamente reformado apelar a una sana simbiosis entre los argumentos bíblicos (que son la piedra de tope: no se debe adoptar nada que los contradiga y ellos proveen el marco dentro del cual se estructura lo demás) y argumentos y prácticas propios de la tradición e historia cristianas.

En cuarto (o tercer) lugar, una buena estructura institucional es justamente la que permite que la iglesia se desarrolle como comunidad orgánica sana y una sana comunidad orgánica es, a su vez, la base para una buena estructura institucional. Me explico con algunos ejemplos: cuando las estructuras institucionales obligan a las comunidades locales, y especialmente a los pastores, a rendir cuentas de sus decisiones, uso de los dineros, etc. esto se torna un freno natural para los abusos de poder, impide el surgimiento de liderazgos mesiánicos, permite resolver a tiempo las malversaciones de fondos, etc. Si una comunidad local está, a su vez, llevando adelante una sana vida orgánica como iglesia, esto facilitará a los concilios su labor, permitiéndoles no tener que inmiscuirse más allá ni burocratizar demasiado los procesos. La extrema burocratización de ciertos procesos son el resultado inevitable de pérdidas de confianza, si las confianzas se restauran de manera sana, la burocratización, supervisión y control de procesos (especialmente de parte de presbiterios y sínodos) se van haciendo cada vez más prescindibles. 

Por lo tanto, esta es básicamente mi visión eclesiológica: la iglesia es siempre organismo e institución y es bueno y sano que sea ambas cosas al mismo tiempo. Sin embargo, me parece que a nivel de comunidad LOCAL, la iglesia debe ser en un mayor porcentaje organismo y en un menor porcentaje (en áreas como tesorería o elección de pastores y oficiales, por ejemplo) institución. Pero a nivel más “METAECLESIAL” (corporaciones que congregan varias o muchas iglesias, como en el caso de presbiterios, sínodos y sínodos generales), la iglesia debe comportarse más como institución – con procesos racionales, más impersonales y burocráticos, establecidos en un estatuto – que como organismo, ya que se manejan cuotas mayores de poder, influencia y dinero y en estos contextos no es sano ni prudente dejar la puerta abierta a liderazgos carismáticos personalistas, que podrían llegar, incluso, a ser plenipotenciarios.

Concluyendo, una iglesia 100% institucionalizada es un aparato de poder terrenal, lento y difícil de mover, lleno de política pecaminosa humana y esto es totalmente contrario a la voluntad de Cristo para su esposa. Pero, por otro lado, una iglesia 100% orgánica (libre de estatutos y procesos institucionales de rendición de cuentas) es el caldo de cultivo ideal para liderazgos mesiánicos, personalismos, abusos de poder de parte de pastores y desvíos de dinero. Ambos extremos son rechazados por mí. Por eso soy presbiteriano por convicción. El sistema presbiteriano de gobierno – más fácil de ser leído en el papel que aplicado en la práctica y, sin duda, perfectible en muchos aspectos – me parece el que mejor encarna estos principios que acabo de exponer, así que hoy, 7 de junio de 2015, no quiero dejar de agradecer al Señor el ser parte de este organismo-institución: ¡Felices 147 años Iglesia Presbiteriana de Chile!

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Algo más sobre cristianismo y cultura

  
Tú, oh Dios y Salvador nuestro, nos respondes con imponentes obras de justicia; tú eres la esperanza de los confines de la tierra y de los más lejanos mares. Tú, con tu poder, formaste las montañas, desplegando tu potencia. Tú calmaste el rugido de los mares, el estruendo de sus olas, y el tumulto de los pueblos. Los que viven en remotos lugares se asombran ante tus prodigios; del oriente al occidente tú inspiras canciones de alegría. Con tus cuidados fecundas la tierra, y la colmas de abundancia. Los arroyos de Dios se llenan de agua, para asegurarle trigo al pueblo. ¡Así preparas el campo! Empapas los surcos, nivelas sus terrones, reblandeces la tierra con las lluvias y bendices sus renuevos. Tú coronas el año con tus bondades, y tus carretas se desbordan de abundancia. Rebosan los prados del desierto; las colinas se visten de alegría. Pobladas de rebaños las praderas, y cubiertos los valles de trigales, cantan y lanzan voces de alegría.” (‭Salmos‬ ‭65‬:‭5-13‬ NVI)

Al enterarse de esto los apóstoles Bernabé y Pablo, se rasgaron las vestiduras y se lanzaron por entre la multitud, gritando: —Señores, ¿por qué hacen esto? Nosotros también somos hombres mortales como ustedes. Las buenas nuevas que les anunciamos es que dejen estas cosas sin valor y se vuelvan al Dios viviente, que hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos. En épocas pasadas él permitió que todas las naciones siguieran su propio camino. Sin embargo, no ha dejado de dar testimonio de sí mismo haciendo el bien, dándoles lluvias del cielo y estaciones fructíferas, proporcionándoles comida y alegría de corazón.” (‭Hechos‬ ‭14‬:‭14-17‬ NVI)

Me asombra seguir encontrando en la Escritura evidencias de una visión claramente no-dualista de la cultura producida por hombres y mujeres que no temen a Dios o que se niegan a adorarle. La cultura producida por paganos es, en la visión bíblica una manifestación no sólo de la bondad y providencia de Dios generales sobre la creación como un todo (como lo muestra el Salmo 104.23), sino también la expresión de corazones que se alegran por el sustento y la bondad que Dios muestra a todos los pueblos.

El salmista, en el Salmo 65, afirma de forma muy clara (y muy poco nacionalista, al contrario de como solían ser las religiones antiguas) que el Dios adorado en Sión es la esperanza de los confines de la tierra y afirma que las bellas músicas y expresiones artísticas de los pueblos paganos son inspiradas – no en el sentido de la doctrina de la “inspiración de la Escritura”, sino en el sentido más genérico de la palabra – por Dios mismo. Del mismo modo, y casi como un eco del Salmo 65, Pablo predica a un grupo de paganos algo confundidos de Listra diciéndoles que, aunque Dios realizó un milagro por medio de ellos, ellos son simples hombres mortales y se rasgan las vestiduras para mostrarles que son de carne y hueso. En ese contexto un tanto tumultuoso, la teología de Pablo, bastante más consistente y compleja que los simplismos evangélicos y liberales (por igual) del siglo XX, no le impide en absoluto el hacerles, por un lado, un llamado al arrepentimiento para que se vuelvan de sus falsos dioses al Único Dios verdadero y, por otro lado, reconocer también que la alegría que han tenido en sus corazones (expresada, sin duda, en tantas canciones y otras manifestaciones artístico-culturales) les ha sido dada por Dios mismo, aún sin haberse sometido a adorar al Creador. De la exhortación podría deducirse, a la luz de toda la teología paulina, que Pablo les está diciendo que si se arrepienten de sus idolatrías y se vuelven al Dios verdadero, su alegría será aún mayor y más duradera, pues se habrán reconciliado con la fuente misma de todo gozo y de todo bien.

¿De qué maneras hoy los cristianos, especialmente en contextos pluralistas y “neo-paganos” como los de las grandes ciudades, podemos y debemos aprender a tener esta mirada de la cultura que nos rodea? Ir al cine, ir a una exposición o museo, ir al teatro, ir a la ópera, leer los clásicos de la literatura universal, escuchar los clásicos del rock, del jazz, del blues o del folk y leer en esas expresiones culturales no sólo la desolación y miseria de vidas alejadas de su Creador, sino también la alegría y la esperanza providencial que Dios les ha concedido a sus corazones, cuando les ha dado amistad, familia, romanticismo, erotismo, hijos, tradición, atardeceres y amaneceres, sustento, anhelos de justicia y de una nueva realidad, etc. es una manera muy concreta de reconocer el señorío de Dios, nuestro Único Creador, Sustentador y Redentor.

Una mirada dualista que separa radicalmente lo sagrado de lo secular y luego desprecia por completo lo secular, no sólo nos torna poco efectivos para comunicar las Malas y Buenas Noticias del Evangelio, sino también nos distancia de una visión bíblica de la cultura – como la que tenían el autor del Salmo 65 y el apóstol Pablo – y levanta en nuestras conciencias un montón de escombros que nos hacen ciegos, sordos e insensibles a aquellos regalos que Dios concedió a todos los que son su imagen y semejanza. 

Como decía Juan Calvino, hablando sobre la cultura producida por paganos:

¿Diremos que los filósofos estaban ciegos también cuando observaban con tanto celo los secretos de la naturaleza y los describían con tanto arte? ¿Diremos que los que enseñaron el arte de la retórica, la buena manera de hablar con elocuencia, no tenían ninguna inteligencia? ¿Diremos que los que inventaron la medicina eran necios? ¿Pensamos que las otras disciplinas son irracionales? Todo lo contrario, no podremos leer los libros escritos sobre estos temas sin maravillarnos. Nos maravillaremos porque no tendremos más remedio que percibir la sabiduría que contienen. ¿Consideraremos que algo puede ser excelente o elogiable y no ver que viene de Dios? Si es ese el caso, demostraríamos una gran ingratitud que no se encuentra ni en los poetas paganos, quienes reconocieron que la filosofía, las leyes, la medicina y las otras formas de conocimiento eran dones de Dios.” (Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, Grand Rapids, Desafío, 2012: Libro II, capítulo II, p. 200).

Y mientras re-leo secciones de la Institución de Calvino, suena aquí en casa (a buen volumen, como debe ser) el disco “Blonde on Blonde” de Bob Dylan del año 1966 y mi corazón se llena de gratitud al Creador y Dador de todo don y talento…

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¿Qué es ser presbiteriano?

  

La tradición es la fe viva de los que murieron. 

El tradicionalismo es la fe muerta de los que viven

(Jaroslav Pelikan)
La iglesia reformada, una vez que se instala y difunde su predicación del Evangelio en Escocia bajo el liderazgo de John Knox (alumno y colaborador de Juan Calvino) en el siglo XVI, tomó el nombre de iglesia presbiteriana. Esto fue así principalmente por su forma de gobierno que consiste en consejos compuestos por varones con sabiduría, experiencia y dones para ejercer el gobierno y la enseñanza en la iglesia, a estos varones también se les llama en la Biblia de “presbíteros”, que significa literalmente “ancianos”. Al ser una iglesia gobernada por consejos de presbíteros, por lo tanto, las iglesias reformadas de Escocia se popularizan más con el nombre de presbiterianas.
Quise comenzar con esta breve introducción histórica sólo para puntualizar un hecho: ser presbiteriano es ser reformado. Históricamente, incluso, es ser de la primera generación de reformados. Esto no nos da privilegios ni muchos menos debería producir en un presbiteriano orgullo o arrogancia, sino todo lo contrario: debe infundir humildad y un gran sentido de responsabilidad, pues entendemos que “reformado” no es más que un nombre (importante y útil, sin duda) para designar la búsqueda por ser constantemente renovados a la luz de la Escritura por el poder del Espíritu Santo. Por principio, la búsqueda constante e incansable por ser consistentemente reformados es lo que debería, por lo tanto, caracterizar a los presbiterianos. Tristemente, sin embargo, en la historia reciente de algunas iglesias y denominaciones de tradición presbiteriana y reformada (como la PCUSA), ha habido un abandono de los principios que nos caracterizan como tal, al punto que, a mi entender, han perdido la esencia de su carácter reformado y presbiteriano.
Así que ¿qué es ser presbiteriano al final? A mí entender es la búsqueda de ser coherentemente reformado en, al menos, 3 aspectos muy básicos y fundamentales:

1. Es ser confesionalmente reformado:
Esto significa que reconocemos la necesidad y el altísimo valor de aquellos documentos donde la iglesia de Cristo ha manifestado explícitamente, después de haber estado reunida en concilio (como en Hechos 15), su posición doctrinal sobre materias fundamentales de la fe cristiana. Un documento doctrinal o confesión de fe no es la base ni el sustento de la fe de un presbiteriano, ya que sólo la Biblia, que es la Palabra de Dios, es la única regla de fe y práctica. Pero una confesión es la EXPRESIÓN de esta fe, cuyo fundamento es la Escritura. De esta manera, se da un complemento saludable donde las confesiones de fe sirven de marco para el actuar de la iglesia y del creyente, pero este marco, a su vez, está bajo el escrutinio de la Palabra de Dios como juez último. En este sentido, los presbiterianos tenemos una serie de documentos que nos caracterizan, siendo el principal de ellos la Confesión de Fe de Westminster (publicada en Inglaterra en 1648). Otros documentos son también: los catecismos mayor y breve de Westminster (1649), el catecismo de Heidelberg (1563), la Confesión Belga (1568) y documentos del cristianismo histórico, tales como el Credo Apostólico y el Credo Niceno-Constantinopolitano (siglo IV). Esto facilita para el presbiteriano que tenga una identidad comunitaria amplia, no sólo en términos geográficos o de espacio, porque nos sentimos hermanos con otras iglesias, familias y personas de otras latitudes, con toda naturalidad, sino también en términos históricos o de tiempo, ya que nos sentimos hermanos con los cristianos que lideraron la revolución norteamericana de 1776, con los pastores reunidos en el Sínodo de Dordrecht en 1618, con los hugonotes muertos en la matanza de San Bartolomé el 24 de agosto de 1572, con los valdenses del siglo XII e incluso con los cristianos de los siglos II y III perseguidos en el imperio romano, por igual.
2.  Es ser pactalmente reformado:
Esto significa que creemos en una unidad fundamental del pacto del Antiguo y Nuevo Testamentos. No creemos que Dios improvisó nuevos pactos a medida que los anteriores iban fallando, sino que su decreto eterno siempre fue revelar el pacto que hoy podemos disfrutar en el sacrificio de Cristo (Apocalipsis 13.8) y para eso fue revelando progresivamente los distintos pactos del Antiguo Testamento, como preparación y preanuncio del pacto definitivo que Cristo hizo con el Padre. Como la misma palabra griega usada en la Biblia lo indica, el nuevo pacto es “nuevo” en el sentido de “renovado”, no de algo absolutamente nuevo y original. Dios dio una renovación definitiva a los pactos del Antiguo Testamento en la persona de Jesucristo, esto implica, sin duda, el abandono de ciertos rituales y de la identidad nacional del pueblo de Dios de antes de Cristo, pero implica también que, en su esencia, el pacto que podemos disfrutar los cristianos hoy con nuestro Dios no es otra cosa sino la continuidad y plenitud de aquel pacto antiguo. Esto es especialmente notorio en los sacramentos, ya que en vez de Pascua, celebramos la Santa Cena (Mateo 26.26-29) y en vez de circuncisión, celebramos el bautismo como señal de que alguien pertenece al pueblo de Dios (Colosenses 2.11-12).
3. Es ser eclesiológicamente reformado:
Esto significa entender que, si bien Dios no nos dejó en Su Palabra una única forma de culto ni una única forma de gobierno para la iglesia, la diversidad que se pueda dar en estas áreas debe estar sometida siempre a las reglas generales de la Escritura. 
Por lo tanto, en cuanto a la adoración comunitaria, ya que esta se centra en Dios y consiste en la búsqueda de agradar al Señor y no a los hombres, la eclesiología presbiteriana busca guiarse por el principio reformado de que el culto debe ser entregado mediante la fe en el sacrificio de Cristo, teniéndole a Él como centro en todo momento. También implica que aquellos elementos que no son ordenados para el culto en la Escritura, deben ser quitados o prohibidos del culto cristiano (Principio Regulador del Culto) conforme se deduce claramente del 2º mandamiento: “no debemos adorar al Señor conforme a nuestra imaginación”. Es evidente que las CIRCUNSTANCIAS del culto varían según el contexto cultural o histórico (estilo musical, vestimentas, horarios, expresiones de adoración, etc.) y eso está bien, pero los ELEMENTOS son sólo aquellos que la Biblia ordena: lectura y predicación de la Palabra, oración, canciones congregacionales de contenido bíblico, sacramentos, acciones de gracias. 
Además, la eclesiología reformada entiende que el gobierno de la iglesia Cristo lo ejerce mediante hombres a quienes dio la sabiduría y los dones para gobernarla. Estos hombres son los presbíteros y si bien, por causa del sacerdocio universal de los creyentes, la asamblea de los hermanos es la que reconoce el don cuando los elige, una vez reconocido este don, los presbíteros son quienes deben gobernar mediante la enseñanza y aplicación de la Palabra. Algunos presbíteros, llamados de “docentes” (en América Latina les decimos pastores) se han preparado en Seminarios y reciben sustento económico de la iglesia para dedicarse a la enseñanza, conforme instruyó el apóstol Pablo (1ª Timoteo 5.17-18), ellos, sin embargo, no ejercen el gobierno solos sino sólo en consejo con los demás presbíteros, buscando con esto que jamás un pastor, mediante su personalidad, autoridad o carisma, se enseñoree del rebaño que no le pertenece (1ª Pedro 5.1-4). 
Como un detalle eclesiológico más que se hace necesario destacar en estos últimos días, quisiera recordar que las iglesias presbiterianas además, por principio de gobierno, tienden a ser movimientos nacionales (no confundir con “nacionalistas”) y por lo tanto no somos iglesias que se colegien internacionalmente y no tenemos ningún tipo de gobierno internacional, sino que cada sínodo general de la iglesia presbiteriana de cada país es independiente en relación a los de otros países, al punto de constituir, administrativamente, denominaciones distintas (aunque siempre puede haber vínculos fraternos). Esto implica que la decisión de un determinado concilio de una iglesia presbiteriana de Estados Unidos, por ejemplo, no afecta ni obliga las decisiones o prácticas de iglesias presbiterianas de otros países como Chile, Brasil o Argentina.
En fin, una tradición confesional y eclesiástica de más de 450 años, como la de las iglesias presbiterianas, no puede ser resumida en un breve post. Sin duda quedan muchas cosas en el tintero que mis colegas y amigos presbiterianos me recriminarán que no dije, y lo harán con justa razón. Pero mi intención aquí ha sido solamente dar una breve pincelada introductoria, casi como el inicio de una conversación para que, especialmente en América Latina, se pueda empezar a conocer qué significa ser presbiteriano. Nuestro anhelo es que también presbiterianos, y evangélicos en general, podamos valorar y apreciar nuestra identidad y tradición en su justa medida, no como tradicionalistas que idolatran costumbres y personas humanas, sino como creyentes que adoramos sólo a Cristo y que le agradecemos a Él la historia que nos ha dado y el ejemplo de los pastores que nos precedieron (Hebreos 13.7-8).

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Sobre analgésicos y cirugías

  

<<…porque el Señor disciplina a los que ama, 

y azota a todo el que recibe como hijo. (…) 

Si a ustedes se les deja sin la disciplina que todos reciben, 

entonces son bastardos y no hijos legítimos.>> 

(‭Hebreos‬ ‭12‬.‭6 y 8‬ NVI)

¿Cómo se te ocurre que vamos a disciplinar al joven fulano? Lo que él necesita es cuidado pastoral, que le acompañen y oren con él y no que lo disciplinen“. Las palabras, dichas hace años atrás, las podria haber dicho un cristiano de cualquier otra tradición evangélica y no me habrían sorprendido tanto, ¿pero que las dijera un reformado? Mal. Mayor fue mi espanto, sin embargo, al cerciorarme que las decía un pastor, con formación en un seminario reformado con historia y trayectoria.

Disciplinar es pastorear, es una forma muy eficiente y específica de dar cuidado y atención espiritual. Decir una aberración como la dicha por este colega es tan ilógico como si alguien dijera “Lo que necesita fulano no es cirugía, sino tratamiento médico especializado” (what??).

Que todavía muchos vean la disciplina como mero castigo, punición y hasta como una especie de venganza de la comunidad o de los líderes contra alguien que los decepcionó, me parece burdo, anti-bíblico y absolutamente indigno de un reformado. Sé, sin embargo, y entiendo que tenemos una triste y lamentable historia de disciplinas eclesiásticas que fueron literalmente tratadas como una mera punición. Me avergüenza que haya sido así en el pasado y afirmo enfáticamente que ESA MANERA de ejercer la disciplina debe acabar, sin duda. Pero eliminar la disciplina en sí y, más absurdo aún, contraponerla al cuidado pastoral como si aquella no fuera parte de este, es como botar el agua sucia de la bañera junto con el bebé.

Un mal médico – que será justamente acusado y condenado por negligencia – es aquel que, sabiendo que un paciente necesita cirugía, se limita a dar analgésicos. Un mal pastor es aquel que, sabiendo que es necesaria la disciplina de alguien, se limita sólo a orar con y por el hermano y hacerle visita pastoral. La verdadera disciplina implica, justamente, hacer todo eso de manera más presente, constante y atenta, uno no necesita oponer 2 cosas que en realidad van juntas por naturaleza. No toda atención pastoral es disciplina, pero toda disciplina es, sin duda, atención pastoral… y de la más intensiva.

La disciplina es necesaria tanto para el propio bien espiritual del miembro que ha cometido la ofensa, como para el bien de la comunidad cristiana de la que forma parte y también para el bien del testimonio de la iglesia ante el mundo, por causa del honor de Cristo (capítulo XXX, párrafo 3 de la Confesión de Fe de Westminster). Todos estos motivos son importantes considerarlos a la hora de ejercer la disciplina. Que Dios nos ayude a ser buenos pastores, buenos consistorios y buenos presbiterios y no líderes negligentes que se limitan a dar aspirinas espirituales ante casos que requieren cirugía mayor.

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Reflexiones de un presbiteriano sobre el caso Mars Hill

No podremos construir
más que sobre las ruinas
del espectáculo

(Escrito con plumón permanente
en un kiosco del centro de Santiago)

El próximo 1º de enero, Mars Hill Church, la iglesia fundada por Mark Driscoll será disuelta legalmente. Escribo esto escuchando los maravillosos sonidos de Kings Kaleidoscope y Dustin Kensrue entre otros excelentes músicos que conocí y aprendí a disfrutar como consecuencia de conservar durante los últimos años una cautelosa, pero sincera admiración por la iglesia Mars Hill de Seattle y su plantador y predicador Mark Driscoll.

Escribo, por lo tanto, como se puede escribir desde literales miles de kilómetros de distancia, sin jamás haber conocido Seattle, menos aún la iglesia Mars Hill, sin jamás haber visto a Driscoll predicando, excepto en vídeos por internet. Escribo con todo el reconocimiento y la admiración que un presbiteriano es capaz de tener por un ministerio carismático e independiente como lo fue Mars Hill, o sea: con grandes reservas. Quienes me conocen saben que estas reservas las tuve por mucho tiempo, antes incluso de que empezaran a circular en internet rumores sobre la posible renuncia de Driscoll a Mars Hill, así que no quiero que piensen, erróneamente, que recién ahora vengo a elaborar estas críticas porque “todos son generales después de la batalla”. Pero, en honor a la verdad también, muchas de estas críticas son realizadas con mayor exactitud y depuración debido a que el desastre ya ocurrió y ciertas cosas que yo antes especulaba finalmente se confirmaron. Hechas estas aclaraciones, aquí van algunos puntos aleatorios de cómo veo yo todo lo ocurrido con Mark Driscoll y la iglesia Mars Hill de Seattle:

1. La crisis que llevó a la disolución de Mars Hill no fue, en última instancia, debido a la personalidad o las imprudencias o faltas de carácter de Driscoll, sino debido a la falta de una correcta estructura conciliar en la iglesia Mars Hill. Todo pastor tiene problemas de carácter y todo problema de carácter, si no es debidamente administrado a tiempo bajo la gracia de Dios, puede terminar afectando y arruinando el ministerio de un pastor. Pero, de ahí a que sea arruinada una iglesia entera, al punto que deba ser disuelta por causa de los problemas de carácter de un pastor, me parece que los problemas entonces son más estructurales de la iglesia que del pastor. Esto es aún más evidente cuando hablamos de la crisis y disolución de una denominación entera, como de hecho lo era Mars Hill (en el punto 2 hablaré sobre esto). Mars Hill se definía a sí misma como una iglesia gobernada por presbíteros (elders) y, efectivamente, cada congregación local contaba con un equipo de presbíteros o pastores que formaban un consejo con uno de ellos destacándose en el liderazgo como un primus inter pares. En esto las iglesias Mars Hill tomaron lo mejor que, a partir de principios bíblicos, la historia de la iglesia nos ofrece como forma de gobierno: un gobierno presbiteriano. Pero las comparaciones acababan por ahí. Arrogantemente, ellos quisieron reinventar la rueda y decidieron improvisar en sus estructuras meta-eclesiales (conjunto de congregaciones), así que formaban consejos donde no sólo los representantes de cada congregación eran parte, sino algunos nombrados externamente. Ni hablar sobre el famoso consejo asesor de Driscoll, el cual estaba compuesto por una mezcla entre pastores de Mars Hill y pastores de otras denominaciones (varios que vivían a miles de kilómetros de distancia!) que eran escogidos sabe Dios con qué criterios. O sea: la idea de formar decentemente y con orden (como nos gusta repetir a los presbis) presbiterios conformados por representantes de las congregaciones locales, los cuales a su vez conformaran un sínodo o asamblea general donde también están debidamente representados los presbiterios, les pareció demasiado anticuado, ¡peor que vintage! Pero ellos no quisieron hacer eso porque querían mantener una estructura que siguiera permitiendo al pastor-celebridad tener su pedestal de destaque no sólo mediático, sino también de autoridad interna en la denominación y ahí estuvo su error. Curiosa forma de trabajar. Curiosa también, pero efectiva, manera de demostrar que mucho (no todo) de la famosa crítica-postmoderna-de-una-cultura-postcristiana-a-las-estructuras-clásicas-de-las-iglesias, no es más que berrinches sin fundamento, pataletas de rebeldes sin causa que, en realidad, no tienen nada mejor que ofrecer. Cuando la crítica viene acompañada de alguna idea de mejoramiento de una estructura interna, debidamente fundamentada en la Biblia, entonces podemos empezar a conversar, pero si no tienes una idea mejor, entonces aprende a callar tus críticas vacías y, simplemente, haz lo que tienes que hacer dejando de inventar excusas: sométete a los consejos eclesiásticos. El caso Mars Hill nos vino a confirmar la importancia de firmes y sanas estructuras eclesiásticas para que los ministerios puedan florecer y desarrollarse. Con una debida estructura, sin duda, Mark Driscoll habría sido sacado antes de Mars Hill, su problema de carácter habría sido tratado debidamente, nuevos liderazgos habrían surgido a tiempo y no habríamos presenciado el hundimiento del buque entero.

2. Mars Hill era una denominación que nunca quiso reconocer que lo era: aquí nuevamente el error fue fruto de la crítica postmo vacía de contenido real. Todos estaban hablando en EEUU sobre el fin de las denominaciones, el fin de las organizaciones meta-eclesiales, el fin de las estructuras y bla bla bla. Pero Mars Hill, que también hacía eco de ese discurso, empezó a crecer y a expandirse y repentinamente ya no era una iglesia, sino varias y todas grandes. Los bautistas gringos (que tienden a creerse más originales de lo que realmente son) le inventaron un nombre a esto: “multi-site” que no es otra cosa que un presbiterio, algo que los presbiterianos conocemos y con lo cual funcionamos desde hace muchos años, el problema es que la burocratizamos mucho (tendencia que, creo, necesita ser corregida), pero en esencia el sistema presbiterial es una iglesia multi-site. Pero ellos insistían que no. Que eran distintos campus de una sola iglesia porque la iglesia sólo es la iglesia local (andáááá!). La cosa se complicó cuando empezaron a plantar iglesias en otras ciudades y en otros estados, incluso: “estamos abriendo un nuevo campus en Albuquerque o en Portland”. Pero esto ya no tenía ni de lejos una estructura de iglesia local. Esto ya era una denominación: con confesión de fe, con consejos, con propiedades, etc. Pero ellos diciéndole al mundo que estaban haciendo algo totalmente nuevo, algo innovador, una iglesia para el mundo postmoderno. Y bueno, sí era verdad que en algo no parecían una denominación y parecían más bien una secta: el único predicador de TODOS LOS CAMPI era Mark Driscoll, quién si no lo hacía en vivo, era vía streaming o video. Todo el mundo evangélico norteamericano, embobado, los miraba y aplaudía con admiración, como una multitud vitoreando al rey desnudo. Pero era cosa de tener un poco más de perspectiva: ellos estaban levantando una denominación, una grande, con mucha plata, y lo estaban haciendo mal. El caso Mars Hill es para mi la demostración que las denominaciones y las estructuras denominacionales aún tienen mucho que ofrecer, mucho que aportar, sin duda mucho que mejorar también, pero están lejos de ser abolidas. Cualquier intento postmo, neoliberal, de intentar saltarse las estructuras denominacionales, fracasará, más tarde o temprano.

3. Mars Hill sí fue un aporte y una tremenda innovación en cuanto a temas de forma: ellos rompieron el paradigma de que para ser una iglesia de doctrina reformada o filo-reformada necesariamente había que tener una forma de culto del siglo XVII o, peor aún: de los años ’50 pensando que es del siglo XVII (como muchas veces ocurre con iglesias presbiterianas). Ellos también mostraron que las nuevas generaciones sí estaban dispuestas, y muy dispuestas, a cantar himnos clásicos de corazón y con alegría. Mostraron que el uso de la tecnología y de una buena producción audiovisual no niega, sino confirma, la veracidad y efectividad del mensaje. Mostraron que las nuevas generaciones ya no quieren sermoncitos light de 15-20 minutos de autoayuda, sino que están dispuestos a oír una exposición bíblica de 1h ó más, con profundidad teológica y doctrinal, citando puritanos, reformadores del siglo XVI y padres de la iglesia. Es cierto que todo esto no fue Mars Hill quién lo introdujo al mundo evangélico, pero sí fueron ellos quienes lo difundieron al menos en los contextos latinoamericanos.

4. Los problemas de carácter de Mark Driscoll marcaron un precedente que nos debe servir de advertencia: no fue adulterio, no fueron escándalos sexuales, no fueron problemas con el dinero. Nada de lo clásico que lleva a que un pastor sea destituido y disciplinado. El problema de Driscoll fue otro y me parece, simplemente, admirable que Dios en su misericordia y amor por su iglesia haya permitido que su famoso ministerio se viniera abajo básicamente por una cosa: el orgullo. Como dije en mi primer punto, todos los pastores tenemos problemas de carácter. Pero muchos tenemos la bendición de tener sobre nosotros presbiterios de los cuales formamos parte y que se harán cargo de disciplinarnos y de cuidar y reorientar nuestras iglesias heridas si llegamos a fallar por el pecado que sea. Driscoll no tenía una buena estructura de iglesia que permitiera la continuidad de ella más allá de su personalidad; esto demostró ser una gran desventaja para todo lo bueno que sí se había construido a lo largo de los años que esa iglesia duró.

5. Los dramas del pastor-celebridad: peligrosa tentación para un pastor es la del espectáculo. ¿Cuándo termina el personaje y comienza la persona? Había sabiduría en Johnny Cash cuando le preguntaron por qué él, como famoso músico de country cristiano, no iba a alguna de las mega iglesias de Nashville donde los grandes cantantes de country dirigían la alabanza con focos y grandes equipos de amplificación. Cash respondió que le gustaba su pequeña iglesia suburbana porque allí él era uno más. El pastor lo iba a visitar y oraba con él igual que como lo hacía con la hermana Juanita que era ama de casa. Era una iglesia donde le pedían que pasara el ofrendero o que recibiera a los visitantes en la puerta o que cantara una canción para los niños en la Escuela Dominical y él lo hacía con gozo, como uno más. Para Cash la iglesia era un refugio donde recordar la gracia de no ser otra cosa que un hijo de Dios y olvidarse de que era famoso y de la mentira de que eso le daba valor. Por lo tanto, ya podemos imaginar lo difícil que debe ser, ser un pastor famoso, un pastor celebridad en todo EEUU y en otros países y aún así depender verdaderamente de la gracia. Mis oraciones están con Driscoll y su familia. Pero también con todos nosotros, los demás pastores jóvenes que podemos fácilmente, en este mundo postmoderno, olvidar la gracia por causa de nuestros 15 mins. de fama: “todo esto te daré si postrado me adorares” dijo alguien por allí…

Cayó Driscoll y cayó Mars Hill. Yo sé una cosa claramente en mi caso (sin jamás compararme con él ni con nadie, sólo como una colocación): aunque yo caiga jamás lo hará la iglesia presbiteriana por esa causa, ella estaba aquí antes que yo y seguirá aquí cuando me haya ido, si el Señor no vuelve antes. Así que descanso en eso y doy gracias a Dios por la estructura que él iluminó a mi querido John Knox y de la cual sólo soy un heredero más. No importa si soy o no una celebridad, no importa si salgo o no en la TV, si he escrito y vendido muchos libros, o si me siguen en internet miles de personas ni si lleno estadios con mi predicación. Aquí en mi amada Iglesia Presbiteriana de Chile, dentro de la estructura de gobierno presbiteriana, soy uno más, mi orgullo es callado, mis ideas no siempre son atendidas, en los presbiterios muchas de mis propuestas no reciben apoyo ni la votación suficiente para ser adoptadas, muchas veces se aprueban acuerdos que yo debo acatar con moño agachado sin buscar subterfugios para saltármelos ni tomar desvíos en los resquicios legales.

La institución es necesaria para que jamás las personas nos adueñemos de lo que no nos pertenece: la iglesia de Jesucristo. Y en esto, nos guste o no, los paradigmas medievales y modernos de iglesia todavía tienen mucho que entregar, no importa cuánto reclamen los postmodernos ni los neoliberales, mientras ellos no tengan una idea verdaderamente mejor, es su deber guardar silencio y aprender a someterse a lo que ya existe. La esencia del gobierno presbiteriano es la maravilla de decirle al que allá afuera es famoso, es importante, es millonario o es el mismísimo presidente de la república: “allá afuera de esta asamblea Ud. se destaca entre los demás, pero aquí ni su fama ni su dinero ni su prestigio ni su poder importan: diga ‘presente’ en la asamblea, llegue a la hora o aguántese el ser amonestado, haga sus propuestas en orden cuando le toque su turno, no interrumpa cuando otro delegado está hablando, si su propuesta no es aprobada sométase a la propuesta más votada con gozo, en la letra y en el espíritu, asumiéndola como propia; hasta que una propuesta mejor no sea levantada y aprobada por la asamblea, su deber es obedecer, como uno más“.

Me encanta eso del sistema presbiteriano. Esa es su genialidad. Me humilla. Me mantiene a raya. Me enseña la cristiana disciplina de la sumisión. ¡Gloria a Dios por eso! Ya que sólo Él sabe cuánto lo necesito.

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Por qué la IPCH tiene un Seminario propio en pocas palabras

Este año 2014 se cumplieron 50 años de la formación del Sínodo de la Iglesia Presbiteriana de Chile (IPCH) en 1964, año en que dejamos de ser una misión norteamericana y pasamos a ser una iglesia nacional. Muchos dirán, con justa razón, que este es el hito que marca de forma concreta el nacimiento de la IPCH, con una identidad autónoma y con la capacidad de autosustento.

Casi 40 años más tarde la IPCH fue capaz de tomar la decisión madura y responsable de formar un Seminario propio, ligado íntimamente a la vida de la iglesia y de sus consejos, un espacio donde formar la vocación de jóvenes y adultos comprometidos con los desafíos de esta denominación, en este contexto chileno, en la presente hora.

Un Seminario denominacional es un órgano interno que fortalece la autonomía y la identidad de una denominación reformada como la IPCH. Tiene la responsabilidad de cumplir con 3 solemnes funciones, igualmente importantes, que no se pueden delegar:

1) Proveer formación teológica-académica a los futuros líderes, especialmente pastores, a fin de formar su mente en los parámetros confesionales propios de nuestra iglesia. Esto se busca entregando clases, módulos, lecturas y otras metodologías de aprendizaje, mediante un cuerpo docente comprometido con la Confesión de Fe de Westminster y en constante capacitación y crecimiento.

2) Proveer entrenamiento ministerial dentro del contexto de los desafíos propios de la IPCH, generando espacios e instancias de práctica, de acompañamiento pastoral y de diálogo con pastores, presbíteros y otros líderes que van entregando una constante retroalimentación (que incluye “tiradas de oreja”, exhortaciones, retos, consejería, palabras de ánimo y acompañamiento en oración) a quienes serán los próximos maestros, presbíteros y pastores de nuestra iglesia. Esto se busca mediante el contacto constante con pastores y presbíteros de la IPCH, tanto dentro como fuera del aula, que conocen los desafíos, cultura e historia propios de sus consejos e iglesias locales y que van transmitiendo su visión y entrega, como quien traspasa el bastón del testimonio.

3) Ser un catalizador interno de la denominación y de sus consejos, abriendo espacio de diálogo, de reflexión, de desafío. Encuentros, conferencias, foros y la misma labor de tesis de alumnos graduandos van trayendo a colación temas que la iglesia necesita reflexionar, dialogar y debatir. Todo esto contribuye al reciclaje interno necesario de la iglesia y de sus líderes para enfrentar los desafíos que se plantean en el Chile del siglo XXI.

En todo esto, el Seminario siempre ha sido y será sólo un colaborador, un brazo, un reflejo de las iglesias presbiterianas de Chile y de sus consejos, quienes nos envían sus candidatos y se preocupan de darles el acompañamiento necesario para su crecimiento. Un Seminario denominacional no es una fábrica de salchichas. No es una máquina donde uno pone en un extremo un joven medio desordenado y al otro lado sale, mágicamente después de 4 ó 5 años, un pastor responsable, maduro y respetado.

Unos dirán que la formación de liderazgo en la iglesia es un trabajo a dos manos, siendo una mano la iglesia y la otra el Seminario, no me parece descabellado pensar así, pero yo iría más allá y diría que la única capaz de producir orgánicamente su propio liderazgo es la iglesia, no las instituciones educacionales teológicas. Por lo tanto, yo sí diría que es un trabajo a dos manos, pero en otro sentido: siendo una mano la iglesia local y la otra mano la iglesia conciliar (presbiterio y sínodo) y estas dos manos usan para ciertas cosas una herramienta, un cincel: el Seminario. Un Seminario ligado a la vida de la iglesia y sus consejos es el único ente, por lo tanto capaz de no ser un mero prestador de servicios educacionales teológicos, sino de ser algo más: una comunidad donde la vocación de un futuro pastor, líder o maestro DE LA iglesia, CONECTADO A la iglesia y sus necesidades, es forjada, desafiada y enriquecida año a año, en conjunto con todas las actividades eclesiales. Esta es una relación institución-organismo benefactora y grandemente necesaria, algo así como un enrejado y una vid (usando la figura de Colin Marshall).

Por lo tanto, una iglesia que delega [“tercerizando”] sus obligaciones orgánicas, pagando cómodamente para que otro haga el trabajo que le corresponde a ella, pierde su alma. Y una de las obligaciones orgánicas esenciales e ineludibles de la iglesia es, justamente, capacitar nuevos liderazgos.

Por eso la IPCH tiene un Seminario propio: porque es una federación de comunidades orgánicas que busca, de forma orgánica, producir sus propios líderes. Para los que venimos estudiando, hace algunos años ya, los principios misiológicos y eclesiológicos neotestamentarios no nos causa ni un temor decir que esta es la forma más bíblica de formar nuevos cuadros pastorales, docentes, regentes y/o diaconales.

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El poder de UNA palabra

Una vez más hay quienes necesitan simplificar al opositor para crear un enemigo. La oposición leal, madura, ética es demasiado compleja para muchos. Esto de entender que alguien o que un grupo de personas están en desacuerdo con nosotros aunque estemos buscando los mismos objetivos finales y tengamos las mismas motivaciones es algo que, culturalmente, se nos hace bastante difícil de asimilar. Así que muchos demonizan al opositor, tornándolo un enemigo ante los ojos de todos, simplificándolo, haciendo un esfuerzo por pulir las complejidades del pensamiento del adversario e intentando resumir todas sus propuestas a una palabra, una única palabra que sea capaz de despertar las más atávicas virulencias. Así es como muchos ganan seguidores, conquistan apoyo y engruesan sus filas contra las de su adversario. Una de las palabras más utilizadas con estos propósitos en los medios eclesiásticos evangélicos ha sido justamente la palabra “liberal”.

“Liberal” es una de las palabras más usadas y menos entendidas en la historia. Esto la hace muy útil para los inescrupulosos de siempre. Es una especie de palabra mágica que tiene el poder de trasformar al simple opositor en un ser maligno, demoníaco, que quiere destruir el futuro de la familia tradicional, de la iglesia fiel, del matrimonio bíblico, de la sana doctrina, de las buenas costumbres. Es interesante que esta es una palabra que resulta altamente conveniente no definir para aquellos que quieren mantener el poder mediante la distorsión de la realidad. La agenda de estos manipuladores de conciencia – entre los cuales se encuentran no pocos pastores y obispos evangélicos – es justamente dejar que cada persona se imagine lo que quiera con la palabra “liberal”, mientras la gente común se siga imaginando algo malo (muy malo: como el fin de la civilización), entonces está todo ok. Así se puede seguir usando para atacar, desprestigiar y dar falso testimonio a diestra y siniestra.

Nadie quiere saber acerca de las complejidades de lo que significa ser tildado de liberal. Liberalismo político, económico y teológico son cosas tan distintas que todo tipo de combinaciones entre ellas es posible y ninguno de ellos está necesariamente ligado al liberalismo moral. Pero, tristemente, el común de los feligreses nunca ha querido leer más de 100 páginas corridas y muchos de ellos menos aún quieren darse cuenta que, aún teniendo las ideas más conservadoras política y teológicamente, son por otro lado verdaderos defensores y promotores de pensamientos liberales económicos. Así que esto también los clasificaría, con justa razón, entre los “liberales”.

En la iglesia evangélica teológicamente conservadora, con la cual tiendo a identificarme, pocos quieren saber que, por ejemplo, el liberalismo teológico murió a inicios del siglo XX, aunque también es verdad que, desde esos años, han surgido otras corrientes tanto o más opuestas a la ortodoxia. Pero al liberalismo teológico en sí muchos eruditos le dan incluso fecha de deceso: la publicación del “Römerbrief” de Karl Barth en 1919 habría sido la “bomba puesta en el parque de juegos de los teólogos liberales”. Ni hablar sobre el, nada casual, apoyo de teólogos y pastores liberales de Alemania al Tercer Reich que terminó de desprestigiar por completo lo que quedaba del movimiento ya herido de muerte. Nadie quiere darse la lata de entender la epistemología de Immanuel Kant o la dialéctica idealista de G. W. F. Hegel a fin de comprender el por qué de los cuestionamientos liberales. Menos aún hay gente dispuesta a reconocer aquello que muchos eruditos reformados ortodoxos como G. Vos, G. K. Beale, Walter C. Kaiser y D. A. Carson ya reconocieron hace tiempo: que la contribución del liberalismo teológico a las ciencias bíblicas ha sido no menor, aunque no concordemos con sus presupuestos. Herramientas críticas como el “Sitz im leben”, la “Formgeschichte” y tantas otras siguen siendo usadas por muchos exegetas conservadores y es, simplemente, inconcebible hacer exégesis sin ellas. Y ni hablar sobre la tremendamente ignorante asociación automática e instantánea que muchos hacen en América Latina entre “teología de la liberación” y “teología liberal” ¡sólo porque suenan parecidas! Por más que ambas escuelas cuestionen la autoridad de la Escritura y relativicen la doctrina de la inspiración (negándola, incluso) por someterla a ideologías humanistas, ciertamente los posibles puntos de comparación paran por ahí. Adolf von Harnack y Albrecht Ritschl se deben dar unas notables vueltas de carnero en su tumba sólo de enterarse que se les pone en el mismo saco que Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff y otros teólogos de inspiración marxista o revolucionaria de izquierda.

Pero ¿quién se va a dar la lata de leer los volúmenes imprescindibles para entender todo esto? Es mejor mantener al pueblo en la ignorancia y hacerles creer que los liberales, como muertos vivientes altamente infecciosos, todavía andan dando vueltas por los seminarios y, mejor aún, cuando se logra hacer que la galucha identifique ciertas prácticas (que nada tienen que ver con ser o no liberal) con liberalismo. Por ejemplo: que un pastor use jeans, zapatillas y camiseta: ¡típico liberal! Que un seminarista lea un libro de Bonhoeffer: ¡vade retro liberal! Que un presbítero disfrute un tabaco en su pipa: ¡se pudrió todo! ¡El liberalismo invadió nuestras iglesias! Que cristianos quieran reformas sociales profundas en busca de una mayor equidad y justicia social: ¡puaj! ¡ya llegó el liberalismo izquierdoso a nuestros santos concilios! Y así, las simplificaciones siguen y siguen. Nadie quiere saber acerca de la oposición que Abraham Kuyper lideró en contra de los trajes demasiado formales de los pastores reformados holandeses. Nadie quiere enterarse que Bonhoeffer no sólo no puede ser clasificado como liberal, sino que incluso fue un dolor de cabeza para no pocos teólogos liberales. Menos aún queremos reconocer que héroes de los evangélicos como Charles Spurgeon (que combatió con todas sus fuerzas a las escuelas liberales de teología en Inglaterra) y C. S. Lewis (que combatió el evolucionismo, la alta crítica y las filosofías humanistas con pasión y erudición) eran aficionados a fumar un buen tabaco. Muchos evitan reconocer, o nombrar siquiera, que John Knox lideró la revolución parlamentaria de 1559 en Escocia o que no pocos de los líderes de la revolución norteamericana de la década de 1770 eran de inspiración calvinista en su doctrina y miembros de iglesias reformadas (incluyendo al único clérigo firmante de la declaración de independencia de EEUU: el pastor presbiteriano John Witherspoon).

Pero, una vez más, mi convicción es que la culpa principal no es de la gente común, que siempre va a tender a seguir lo que le digan con buena retórica desde el púlpito. La responsabilidad principal es de esos líderes y pastores que, por no saber hacer una oposición honesta y leal, con todas sus complejidades, prefieren la trasnochada estrategia – usada en el pasado por estalinistas y fascistas por igual – de simplificar al opositor para crear un demonio al cual atacar con todo. Aquella estrategia que aplicó magistralmente Goebbels, brazo derecho de Hitler y líder de la propaganda nazi: simplifiquen al enemigo, si es posible hacerlo con una sola palabra, mejor aún. Hubo un tiempo que fue la palabra “comunista”, o la palabra “momio”, hoy en ciertos contextos es la palabra “homofóbico” o la palabra “fundamentalista”. En contextos evangélicos actuales, sin embargo, es la palabra “liberal”.

Desde el infierno Goebbels mira con envidia a estos líderes evangélicos, pensando “¿cómo no se me ocurrió a mí usar la palabra ‘liberal’ de manera tan laxa e irresponsable para así lograr mis objetivos?”… y mordiéndose la rabia, pero reconociendo su astucia, los aplaude.

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¿Por qué los cristianos cortamos nuestras barbas? (Levítico 19.27)

Los cristianos cortamos nuestras barbas porque nuestra relación con la ley no es una relación de transacción donde nosotros, por un lado, leemos las instrucciones y las obedecemos y, por otro lado, Dios nos considera, ama y bendice como reacción a nuestra obediencia. Nosotros no entendemos la ley así. La ley es entendida por los cristianos como la auto-revelación de Dios, por medio de ella podemos conocerle y lo que Él ama y así aprendemos, también, a amarle conforme a su carácter y a amar lo que Él ama.

La ley no es vista por nosotros como una lista de “haz esto” y “no hagas esto otro”, sino como una ventana a través de la cual conocemos quién es Dios, lo contemplamos y nos deleitamos en Su amor, en Su sabiduría y en la hermosura de Su carácter Santo y perfecto. Por eso podemos decir como el salmista “¡Oh cuánto amo yo tu ley!” y expresar nosotros también todo el deleite que David expresa en el Salmo 119.

Esta comprensión bíblica esencial ha llevado a cristianos de otras épocas a intentar formular y ordenar de manera comprensible las verdades bíblicas acerca de nuestra relación con la ley a fin de dar testimonio ante el mundo y enseñar a las nuevas generaciones (esta intención de formular y ordenar es lo que llamamos “Teología”). Agustín de Hipona ya en el siglo IV resumía esto en su frase “ama a Dios y haz lo que quieras”. Pero, probablemente uno de los esfuerzos teológicos más completos de la historia de la iglesia reunida en concilio fue la Confesión de Fe de Westminster (CFW), publicada en 1649 en Inglaterra. Al respecto de la ley, la CFW afirma en su capítulo 19 que podemos encontrar en el Pentateuco tres tipos de leyes: la ley moral, las leyes civiles (ó judiciales) y las leyes ceremoniales. Estos tres tipos de leyes se relacionan armónicamente y todos nos enseñan a amar a Dios y al prójimo, pero son distintos en sus propósitos y, por lo tanto, en la manera cómo nos enseñan a amar más a nuestro Señor.

La ley moral, expresada de manera clara y perpetua en las tablas de piedra, los 10 mandamientos, tiene el propósito de revelarnos de manera directa y abierta el carácter de Dios. Esta ley nos llama más explícitamente a ser santos como Él es Santo, por eso estas leyes nos enseñan que hay un sólo Dios que es el único digno de confianza plena y adoración (1º mandamiento), que Dios es Trascendente y no se le puede representar por imaginación humana ni adorar conforme a la imaginación de los hombres (2º mandamiento), que Dios es Santo y debe ser honrado de corazón y no livianamente ni hipócritamente (3º mandamiento) y así por delante. Por lo tanto, el conjunto de estas leyes, de estos 10 principios para la vida, son la expresión de un corazón que ama a Dios sobre todas las cosas, que es el resumen de la primera tabla de la ley: los primeros 4 mandamientos. Y asimismo, son la expresión de un corazón que ama al prójimo como a sí mismo, que es el resumen de la segunda tabla de la ley: los siguientes 6 mandamientos. Esta ley moral, que tiene el propósito de revelar el carácter inmutable de Dios, es, por lo tanto, inmutable e inabrogable, pues refleja el mismo carácter divino.

Las leyes civiles o judiciales tienen el propósito de ordenar la vida en comunidad, de tal modo que vivamos según el principio de amar al prójimo como a nosotros mismos. Desde esta base, las leyes civiles buscan que haya indemnizaciones u otros tipos de recompensas y sanciones cuando alguien comete algún acto o descuido que dañe al prójimo. Estas leyes son mutables, cambian, se adaptan, se renuevan porque la sociedades son así: cambian, se adaptan y se renuevan. Este tipo de leyes nos muestra cómo se ve el amar al prójimo en la práctica, invitándonos a ser responsable por la vida y el bienestar de aquellos que son parte de mi comunidad, mi barrio, mi ciudad, etc. En este sentido, este tipo de leyes nos enseña a amar como Dios ama.

Finalmente, están las leyes ceremoniales las cuales tenían el propósito de anunciar, mediante símbolos, ceremonias y señales, el Evangelio de Cristo a los hombres y mujeres de la antigüedad pre-cristiana. Estas leyes eran una verdadera predicación del Evangelio pues invitaban a los hombres a confiar en la provisión soberana de la gracia de Dios para el perdón de pecados y para una relación viva, mediante la fe, con Él. El Tabernáculo, el sistema de sacrificios y holocaustos, la manutención de una casta sacerdotal, el altar, el arca del pacto, etc. eran todas leyes ceremoniales que pre-anunciaban a Cristo, Su venida, Su sacrificio y el nuevo pueblo, de todas las naciones y tribus, que Él conformaría mediante Su sangre. Entre las leyes ceremoniales se encontraban mandatos que le daban un carácter peculiar a Israel como nación distinta entre las demás naciones, invitándolos incluso a no adoptar ciertas costumbres que, sin ser pecaminosas en sí mismas, sin embargo eran practicadas por los demás pueblos como actos de idolatría y de falsa adoración a sus dioses. Eran maneras de mostrar que los hebreos debían ser un pueblo distinto y, además, de invitar a las gentes de otras naciones a conformar parte de este pueblo, adoptando sus costumbres peculiares como nación (Rut 1.16). Todas estas leyes quedaron obsoletas y caducaron con la venida de Cristo. Ellas eran sombras de los acontecimientos históricos del Evangelio, así que ahora ya no tienen más utilidad, a no ser como sabiduría o prudencia humana, pero Dios no nos exige a la iglesia del Nuevo Testamento que guardemos este tipo ceremonial de leyes (Colosenses 2.16-23). Las leyes ceremoniales nos enseñan a amar el Evangelio y la gracia que Dios reveló en Cristo, mostrándonos que Dios es fiel a sus promesas y a Su pacto y que gran parte de aquello que era esperanza en el Antiguo Testamento, hoy ya es realidad histórica que anunciamos mediante la predicación de la Buena Noticia.

Por lo tanto, reglas como no tatuarse, no mezclar fibras en la ropa, no comer sangre y no cortarse la barba, perdieron su fuerza de ley. Son costumbres que cada creyente, según su conciencia, hábitos y cultura, adoptará o no, según le parezca mejor. Esto es así gracias a la libertad del Evangelio que nos enseña a amar a Dios mediante el amar la ley.

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Recordando a un gran “visionario” del siglo XVI

En este mes de la Reforma, considero imprescindible recordar a un destacado predicador, a un visionario, un hombre que trabajó incansablemente por recuperar la decadencia en la cual la iglesia se encontraba en los albores del siglo XVI. Y es que hubo varios hombres, antes de Lutero que se dieron cuenta de la decadencia de la iglesia católica y buscaron hacer algo para levantarla, uno de los más destacados entre ellos, sin duda, es a quién quiero recordar en esta ocasión.

En medio de la crisis moral y económica de la iglesia romana, este hombre, antes que a Lutero se le hubiera ocurrido clavar sus tesis, fue la pieza clave de un tremendo plan, un proyecto osado e innovador promovido por el mismísimo Papa de la iglesia de Roma. Este plan consistía principalmente en predicaciones itinerantes inflamadas por una retórica potente con el objetivo de despertar el celo del pueblo de Dios; el fin era que en todas las ciudades alemanas y en Europa en general hubiera un despertar del compromiso con la iglesia y que todos se sintieran compelidos a meterse la mano al bolsillo para donar más ofrendas a la causa de la cristiandad y que así su amor por las doctrinas de la iglesia se volviera a encender.

El plan era una especie de ciclo virtuoso: la idea era motivar a que las personas volvieran a inflamarse de ardor y celo por la iglesia, esto, a su vez, despertaría su generosidad y esta generosidad haría que la iglesia pudiera llevar a cabo su expansión, restaurando templos a mal traer y construyendo nuevos locales de adoración donde esta misma gente, a su vez, pudiera acudir con renovado celo y ardor para celebrar la misa y seguir escuchando predicaciones cuya retórica conmoviera los corazones.

El celo, el entusiasmo, la visión osada, las estrategias prácticas, la retórica envidiable de este hombre, su carácter fuerte y su extraordinaria capacidad de reunir discípulos y formarlos, lo hace uno de los héroes menos reconocidos conscientemente – pero, sin duda, uno de los más influyentes – sobre muchos de los actuales pastores, predicadores y evangelistas evangélicos. Tanto en iglesias protestantes históricas como en otros movimientos más contemporáneos, este gran predicador itinerante (casi un padre del coaching) que recorrió buena parte de Europa, tiene discípulos que siguen sus pasos, sus métodos y su filosofía, aunque el contenido de su predicación pueda ser distinto.

Si nos libramos de los prejuicios y miramos, de manera directa, a este hombre y sus métodos, veremos que mucho de lo que él planteó aún hasta el día de hoy nos hace sentido. ¡Así de vigente es él! Cuando analizamos las causas de los problemas de la iglesia contemporánea ¿no reconocemos acaso nosotros mismos, justamente, que mucho del actual estado decadente de la iglesia se debe a la falta de compromiso y de ardor de los creyentes que no están contribuyendo como debieran? ¿No concordamos, también, nosotros que si la iglesia tuviera más recursos económicos podríamos, entonces, extender su influencia abriendo nuevos locales de predicación, abriendo templos en comunas y regiones donde no hemos llegado aún e invertir en la “revitalización” de iglesias? ¿Quién de los actuales pastores y líderes no concordaría con el hecho que lo que realmente necesitamos son líderes mejor preparados, con formación, acción y actitud de profesionales a quienes, bajo el incentivo de un buen salario, podamos encargar las labores eclesiales? ¿Quién de nosotros hoy, en nuestras asambleas, convenciones, diócesis, directorios y presbiterios, se opondría a la idea que una retórica potente, un habla osada, un discurso que nos impulse a perseguir nuevos sueños de una iglesia grande, poderosa, prestigiosa e influyente es la más grande necesidad de la hora presente?

Pastores que nos invitan a soñar en grande, predicadores que mueven a la gente a dar lo que poseen, líderes que nos despiertan a un renovado ardor, discursos inflamados que nos sacan del conformismo mediocre de predicar el mismo viejo mensaje, líderes innovadores y coaches tienen en este gran líder, predicador y ejecutor de proyectos del siglo XVI su más grande ejemplo.

No sólo esto. Debemos decir, y con justa razón, que si no hubiese sido por el arduo trabajo y la poderosa retórica de este hombre, el mismo Martín Lutero no se habría sentido impulsado a clavar sus 95 tesis, dando así el paso inicial al proceso reformista.

¿De quién hablo? Pues ni más ni menos que de Johann Tetzel, considerado por el mismo Papa, en su época, como el futuro de la iglesia. Él llevó a cabo el grandioso y visionario plan de vender indulgencias a fin de que las personas pudieran, a través de renovado y sentido celo y pasión (tanto por ellos mismos como por sus seres queridos ya muertos) donar generosamente a la causa de la iglesia. De esta manera, pensaba Tetzel, la iglesia sería renovada y sacada de su decadencia porque habrían más recursos económicos. Y Tetzel fue un ganador, no un fracasado, ya que le fue extraordinariamente bien, logrando un éxito avasallador… hasta que Lutero y sus 95 Tesis aparecieron en escena.

Hoy, en conferencias, directorios, convenciones, corporaciones y asambleas evangélicas de todo tipo aún se levantan los Johan Tetzel del siglo XXI, engatusando a las multitudes con su retórica y sus planes para que la iglesia consiga dineros, obtenga prestigios mundanos y conquiste respetabilidad y poder en medio de una sociedad corrupta. Al fin y al cabo nada más lógico y aterrizado que reconocer que se necesitan recursos para llevar adelante la obra. Y yo no dudo de ese argumento. Pero bien dijo mi querido Steve Brown: “Satanás levantará 99 verdades si con ellas logra que creas 1 sola mentira”. Al fin y al cabo, “una media verdad es una mentira completa”, solía decirme un tío.

La verdad completa, justamente, es que la iglesia nunca dependió del dinero para comenzar a hacer su obra, los recursos necesarios siempre llegaron oportunamente cuando la iglesia estaba ocupada haciendo la voluntad de Dios, así de simple. Los líderes, misioneros, predicadores, y pastores que fueron instrumentos del Espíritu se caracterizaron por estar dispuestos a pasar hambre, frío y soledad con tal de cumplir su misión y aprendieron a estar contentos en la escasez y en la abundancia por igual, no imponiendo pre-condiciones económicas para decidir si iban a aceptar un campo ministerial o no, pues al fin y al cabo sabían que era su solemne deber y gozoso destino cumplir su llamado.

La verdadera Iglesia de Cristo nunca mendigó favores, ni a los poderes económicos ni a los poderes políticos. Cuando estos le abrieron las puertas a la iglesia fue simplemente porque “las puertas del Hades no prevalecen contra su avance”. Miremos la historia: ¿Cuándo la iglesia de Cristo necesitó depender de Mamón para llevar a cabo su misión? ¿No es esta una lógica más “tetzeliana” que reformada? Por supuesto que el obrero es digno de su salario, por supuesto que la obra se lleva adelante mediante recursos materiales también, pero, como bien dijo en cierta ocasión un querido amigo anglicano a quien admiro por su conocimiento de historia de las misiones: “el dinero debe seguir a los movimientos misioneros y espirituales de la iglesia y jamás ha ocurrido en la historia de la iglesia que los movimientos misionales de despertar espiritual sigan al dinero”. ¡Y claro que estoy de acuerdo con él! ¿Cómo no estarlo si tiene a las evidencias y a la historia de su lado? Conocemos el linaje de estos seguidores postmodernos de Tetzel y podemos trazar su genealogía espiritual: es la misma de los papas y los papistas, la de Diótrefes (3ª Juan 9-10), la de Alejandro el Calderero (2ª Timoteo 4.14-15), la de Simón el Mago (Hechos 8.18-23), la de Jezabel y el ambicioso Acab (1ª Reyes 21)… la de Lamec y Caín (Génesis 4.17-24).

Hoy, en plena semana que recordamos la Reforma Protestante, quiero invitar a la honestidad: que los pastores y líderes seguidores de Johan Tetzel, que tienen el corazón dividido entre Cristo y Mamón, se pongan de pie y rindan homenaje a su verdadero mentor e inspiración. Que dejen de vender pomadas como Tetzel vendió indulgencias y que muestren sus verdaderos colores: ellos también quieren, al igual que su antiguo mentor del siglo XVI, levantar una iglesia grande, poderosa, rica e influyente con el fin solamente de tener su parcela de poder en ella. Han olvidado que hasta que nuestro Señor vuelva sólo somos y, siempre seremos, “la iglesia en el desierto”, lo demás es venderse a la Bestia y prostituirse como la Gran Ramera.

En cambio, los que queremos – en medio de tropiezos, defectos e inconsistencias – seguir a los reformadores en su sencillez y en su ardor implacable y políticamente incorrecto, seguiremos hoy intentando dar continuidad al trabajo inacabado de Lutero, de Calvino y de Knox: “ecclesia reformata semper reformanda”. Bajo la convicción de que a la iglesia la mueve el Espíritu de Dios y la predicación fiel de Jesucristo y no la pleitesía al poder, ni la búsqueda de prestigio, ni la simonía, ni la dependencia del dinero ni la búsqueda de la propia comodidad y estatus socioeconómico de parte de pastores y seudo-misioneros.

Nosotros queremos marcar distancia de los Tetzel modernos y, como nuestro verdadero héroe, Martín Lutero, cargamos contradicciones horrendas, propias de una naturaleza caída, y somos débiles en muchos momentos, pero como él también nos levantamos y decimos: “mi conciencia está cautiva de la Palabra de Dios. No puedo retractarme y no me retractaré, pues ir contra la conciencia no es correcto ni seguro. Aquí me mantengo, pues no puedo hacer otra cosa. Que Dios me ayude.”

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