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Plenitud del Espíritu y realidad

No se emborrachen con vino, que lleva al desenfreno. Al contrario, sean llenos del Espíritu.” (Efesios 5.18)
El contraste es claro: Pablo no dice “embriáguense del Espíritu”, sino que dice “sean llenos”. Es un paralelo antónimo, no sinónimo, como, además lo muestra claramente la preposición adversativa griega muy bien traducida por la NVI como “AL CONTRARIO, sean llenos”.¿Y por qué esto sería importante más allá de la curiosidad gramática? Porque la plenitud del Espíritu sería, desde un visión genuinamente bíblica, contrastada con cualquier forma de “escape” o “huida” de la realidad tal cual ella es. Cuando estoy embriagado, mi conciencia está alterada, no veo las cosas como realmente son, se me hacen difusos los límites entre lo prudente y lo temerario, mis emociones afloran indiscriminadamente, mis palabras hieren y mi percepción de la realidad es distorsionada. Hay muchas aplicaciones de esto, pero – casi a modo de confesión – aquí pienso en una que me afecta directamente:

Soñar despierto que no vivo la vida que Dios me ha dado hoy. Soñar despierto que mi casa es más bonita y en otro barrio, que mi hijos son más obedientes y que el carácter de mi esposa es distinto. Soñar despierto que recibo admiración, cariño y reconocimiento de otros porque mi ministerio es exitoso y lleno de resultados envidiables. Soñar despierto que estoy en otra iglesia, que llevo a cabo mi ministerio en una denominación menos burocrática, que recibo un llamado a trabajar en un contexto diferente, más emocionante, exótico, cómodo o desafiante. Y, mientras sueño despierto, no estoy aprendiendo a amar de corazón, otorgando valor y siendo agradecido por el lugar donde vivo, la familia que tengo, la iglesia donde sirvo, el ministerio que la gracia de Dios me ha dado ni la denominación que Dios usó para confirmar mi llamado. No trabajo gozosamente por transformar la realidad a mi al rededor, sólo tengo quejas y murmuraciones. Y cuando trato de impulsar cambios, lo hago desde el resentimiento, desde la amargura, desde el desamor… no cultivo, sólo destruyo.

Toda esa actitud de vida, por más que trate de disfrazarla de “celo por hacer la voluntad de Dios, por el Evangelio, por la misión o por la sana doctrina”, no es otra cosa que carnalidad. Tal vez no bebí una gota de alcohol, pero estoy embriagado de mí mismo y de mi visión de cómo yo creo que debe ser mi vida. Estoy embriagado de la ilusión de que sólo ciertas cosas bajo ciertas circunstancias – que Dios me ha preparado en un futuro distante e incierto – me harán feliz y completo.

Esta embriaguez no me permite ver con claridad el aquí y el ahora. Veo borrosa la felicidad que Dios me ofrece de abrazar y amar a quienes están conmigo hoy, ¡de la manera como son hoy! Me tambaleo y no soy capaz de mantenerme de pie en el ministerio que Dios me ha dado hoy, en la iglesia a la cual sirvo aquí y ahora y en la denominación que Dios me dio oportunidad de servir en este preciso instante. ¡No! En vez de eso me embriago de mis ilusiones narcisistas acerca de cómo yo creo que debiera ser la vida. Me manifiesto en desacuerdo con Dios, miro con sospecha a mi Padre Celestial y le digo con ira y amargura de corazón: “no quiero lo que me ofreces hoy, aquí y ahora. No aprenderé a amar lo que me diste. No invertiré tiempo, recursos y energías en transformar gozosamente esta realidad. Simplemente me declaro en rebeldía contra lo que me das, ¡escupo el plato que me ofreces y demando una realidad distinta porque esta no es la que yo quería!”

Al ver y sentir el mundo de esta manera, me he tragado completa la mentira de la serpiente. Imagino, en mis alucinaciones paranoicas, que Dios me niega la felicidad y que soy sólo el objeto de una absurda broma con la cual Él, cual cruel demiurgo, se divierte. No hay plenitud del Espíritu en esto, sino todo lo contrario: embriaguez. Embriaguez de mi ego. Embriaguez de rebeldía satánica. Embriaguez narcisa.

Pero, AL CONTRARIO, cuando el Espíritu Santo me llena, me hace clamar “Abba Padre”, me hace cantar de gratitud la vida que Dios me dio, la realidad frente a mis ojos. Comienzo a ver y entender la realidad del aquí y ahora tal cual es: que TODO está lleno de Su amor perfecto y de Su cuidado paternal, incluso la pérdida, cuando algo que amo me es quitado, cuando mis castillos de naipes son desmoronados. Agradezco mi casa, mi ciudad y mi barrio como son aquí y ahora y busco servirlos con gozo. Agradezco por mi esposa y mis hijos porque ellos me desafían a ser cada día mejor y porque puedo pastorearlos. Agradezco mi ministerio, mi iglesia, mi denominación y me dispongo con gozo a ser parte de las transformaciones que Dios quiera hacer en ellos, comenzando por dejarme transformar yo mismo.

Por eso: sospechemos de invitaciones a ser llenos del Espíritu que lo único que hacen es sacarnos de la realidad y llenarnos de amargura y resentimiento hacia la vida que Dios nos dio, tal cual es, aquí y ahora. No hay plenitud del Espíritu allí donde hay escapismo de la realidad. No hay plenitud del Espíritu allí donde sólo hay resentimiento y murmuración contra el aquí y el ahora. Basta con seguir leyendo lo que viene después de Efesios 5.18: cuando estoy lleno del Espíritu mi sumisión es gozosa, mi servicio es genuino, amo a mi esposa como Cristo amó a la iglesia, no despierto la ira en mis hijos, honro a mis mayores, sirvo con gratitud a mis superiores, trato con justicia a quienes están bajo mi responsabilidad, hago bien mi trabajo, no saco la vuelta en la pega… esto es la plenitud del Espíritu! Esa es la plenitud del Espíritu que transforma realidades! Y las transforma justamente porque no las ve como edificios a ser demolidos, sino como jardines a ser desmalezados, podados y cultivados con la delicadeza y dedicación de un jardinero.

El Espíritu Santo quiere llenarme para que viva mi realidad aquí y ahora con el corazón lleno de gozo y gratitud, como alguna vez lo hicieron mis primeros padres en el Edén.

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